Cuando el cine se mueve a ritmo de jazz

  • Egunkaria: culturplaza
  • Argitaratze data: 2024-11-19

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 ‘Miles Ahead’, el biopic de Miles Davis dirigido y protagonizado por Don Cheadle

Eduardo Guillot

VALENCIA. El compositor y trompetista Miles Davis fue una de las figuras de mayor relevancia en la historia del jazz. Su estilo introspectivo, lírico y plagado de inventiva le convertiría en uno de los músicos más influyentes de todos los tiempos. Discos como Birth of the Cool (1950), Cookin’ with The Miles Davis Quintet (1956), Bitches Brew (1969), Nefertiti (1967) o, sobre todo, el magistral Kind of Blue (1959), le convierten en uno de los artistas clave del siglo pasado, un creador sin límites que recorre la historia del género desde el bebop hasta su fusión con el funk, pasando por el cool jazz, el hard bop el jazz modal y el post-bop. Un instrumentista privilegiado y de una sensibilidad única, que le ha hecho inmortal. Pero nada de todo eso aparece en el debut como director del actor Don Cheadle.

Miles Ahead es un proyecto personal en el que Cheadle no solo se pone tras la cámara. También encarna a Miles Davis, es coproductor, compositor de parte de la banda sonora y coautor del guión, junto a Steven Baigelman, que ya participó en I Feel Good: La historia de James Brown (Get on Up, Tate Taylor, 2014). Una ambiciosa apuesta por parte del actor que se salda con resultados notables en lo que respecta a la lograda caracterización del personaje, pero resulta insuficiente como retrato del artista. En lugar de mostrar cómo Davis creó sus obras maestras, la película se centra en el oscuro periodo de cinco años en que el trompetista desapareció de la vida pública, y le presenta como un tipo atormentado por el fracaso de su matrimonio y el deterioro de su cadera, paranoico y adicto a las drogas. Que lo fue. Pero Cheadle toma la parte por el todo y desemboca en la caricatura, acentuada por una vulgar trama de acción, en la que el músico y un periodista de la revista Rolling Stone (Ewan McGregor) tratan de recuperar una cinta con grabaciones inéditas.

A ritmo de jazz

Si el periodo que ha decidido reflejar en imágenes Cheadle puede ser discutible, no lo es menos su apuesta formal. Como si de una composición musical se tratara, la película avanza a menudo como una improvisación instrumental, enlazando aleatoriamente diferentes episodios del presente y el pasado, abriendo y cerrando puertas entre los distintos temas que aborda. Una opción arriesgada, que no siempre funciona, pero que le otorga una interesante peculiaridad narrativa. En ese sentido, es justo reconocer que Miles Ahead se aleja de los modos del biopic tradicional, por otra parte plenamente superado en los últimos años merced a títulos como Last Days (Gus Van Sant, 2005) o I’m Not There (Todd Haynes, 2007), que han planteado aproximaciones a personalidades musicales (Kurt Cobain y Bob Dylan, respectivamente) desde ángulos tremendamente originales y novedosos.

En el otro extremo, pero igualmente apreciables, se sitúan cintas biográficas que se ajustan a modelos de género, como Bird (Clint Eastwood, 1988), el melodrama canónico que contaba la vida de Charlie Parker y le valió a Eastwood para conseguir un Oscar como director. Esta vez, los saltos temporales de la historia se articulaban a través de flash-backs explicativos del pasado del personaje, prodigiosamente interpretado por Forest Whitaker (mejor actor en Cannes), y además de asistir a las turbulencias sentimentales de la vida privada del saxofonista adicto a la heroína, el espectador también puede disfrutar de sus geniales interpretaciones. Jack Kroll, de Newsweek, dijo que era “la mejor película americana jamás filmada sobre jazz”, y más allá de que pudiera tener razón o no, es interesante remarcar que subrayó su condición de producción americana, ya que si bien el jazz es un género musical de origen estadounidense, es muy probable que al escribir la frase Kroll estuviera pensando, con razón, en que otro de los más grandes films sobre el jazz había sido realizado un par de años antes por un director francés.

Se trataba, claro está, de Alrededor de la medianoche (Round Midnight, Bertrand Tavernier, 1986), una película “plagada de certeras referencias que definen por sí solas toda una época de esplendor, cuando Europa abría sus brazos al bebop y se codeaba con el radicalismo afroamericano mientras en los Estados Unidos solo parecía haber espacio para el dolor, la jeringuilla, el algodón empapado y la combustión alcohólica”, en certeras palabras de Quim Casas recogidas en el libro La vida, la muerte. El cine de Bertrand Tavernier (Filmoteca de la Generalitat Valenciana, 1992). El film, protagonizado por el saxofonista Dexter Gordon y basado en la relación entre el escritor Francis Paudras y el gran pianista Bud Powell, es “el mejor retrato de la cultura del jazz, sin aditivos ni tópicos, que el cine había deparado hasta 1985”, de nuevo según Casas.

En los orígenes

Aunque géneros más populares como el rock poseen una filmografía más abundante que el jazz, no hay que olvidar que la primera película sonora de la historia del cine fue, precisamente, El cantor de jazz (The Jazz Singer, Alan Crosland, 1927). “Aunque las composiciones e interpretaciones tuvieran un perfil más cercano a las canciones del musical de Broadway (era una adaptación de la obra teatral de Samson Raphaelson) que al del jazz de los años veinte, la partitura sí introducía elementos estilísticos de una música negra como el jazz, aunque eso sí, previamente limados al gusto del espectador blanco”, tal como relata Joan Pons en su contribución al libro colectivo El cine musical USA (Donostia Kultura, 2013). De hecho, su protagonista, Al Jolson, era un actor blanco que se pintaba de negro desde sus inicios en el vodevil y los minstrel shows.

Posteriormente se rodarían algunos musicales jazzísticos, como Stormy Weather (Andrew L. Stone, 1943), New Orleans (Arthur Lubin, 1947), que contó con la participación de Billie Holiday y Louis Armstrong, o Ha nacido una canción (A Song is Born, Howard Hawks, 1948). Del mismo modo, el jazz se incorporaba a películas no necesariamente centradas en la música, pero relacionadas de algún modo con ella. Es el caso de El hombre del brazo de oro (The Man with the Golden Arm, Otto Preminger, 1955), donde el cantante Frank Sinatra (una elección nada casual) interpreta a un yonqui que trata de incorporarse a un grupo de jazz tocando la batería. La partitura del film era de Elmer Bernstein, que a su vez había formado parte de la banda militar de Glenn Miller, representante de un modo de concebir el jazz marcado por la influencia del swing y las big bands que tuvo su propio biopic: Música y lágrimas (The Glenn Miller Story, Anthony Mann, 1954), con James Stewart encarnando al popular músico.

Vidas de artistas

Era, por supuesto, una película biográfica sin aristas y para todos los públicos, con más luces que sombras, muy alejada de la controvertida El hombre del brazo de oro, que tuvo que lidiar con el severo reglamento de producción hollywoodiense que prohibía la aparición de drogodependientes en la gran pantalla. Con el tiempo, el tristemente famoso Código Hays terminaría siendo abolido, y los cineastas pudieron abordar sin cortapisas censoras las conflictivas vidas de muchas grandes estrellas de la música. Porque si bien el rock es el género que tradicionalmente ha ondeado la bandera de los excesos, los demás (el jazz, pero también otros como el flamenco) no le van a la zaga. Ya se ha dicho, por ejemplo, que Miles Ahead o Bird hacen hincapié en la condición de adictos de Miles Davis o Charlie Parker, aprovechando las posibilidades cinematográficas que ofrecen las vidas al borde del abismo, pero también existen retratos de una sensibilidad extrema que se han aproximado a los músicos desde puntos de vista muy personales.

Posiblemente la película que mejor lo ejemplifica es Let’s Get Lost (Bruce Weber, 1988), “elegía crepuscular del más excelso destruido de la historia del jazz, Chet Baker, y uno de los mejores documentales jamás filmados”, en opinión de Àlex D’Averc. Estrenado en España veinte años después de su rodaje, el film retrata en contrastado blanco y negro la decadencia de un músico brillante, consumido de manera prematura. Incluye entrevistas con el propio Baker, sus esposas, hijos, novias y amigos, material de archivo e imágenes filmadas durante la última gira del trompetista, pero no es un documental al uso, sino un poema fílmico de gran belleza en el que Weber es capaz de profundizar en la persona sin opacar al personaje. Su existencia cuestiona la de Born to Be Blue (Robert Budreau, 2015), esta vez sí, un biopic según las convenciones del género, donde Ethan Hawke encarna a Baker.

En el terreno documental hay otros títulos magníficos para conocer mejor a algunas de las grandes figuras del género, como Thelonius Monk: Straight, No Chaser (1988), dirigido por Charlotte Zwerin, fiel colaboradora de los hermanos Maysles en títulos clave como Gimme Shelter (1970). O el legendario Jazz en una noche de verano (Jazz on a Summer’s Day, Bert Stern y Aram Avakian, 1958), que es el primer documental de la historia sobre un festival musical e incluye actuaciones de Chico Hamilton Quintet, Louis Armstrong, Gerry Mulligan, Mahalia Jackson, Thelonius Monk y hasta Chuck Berry. Del mismo modo, la lista de biopics jazz tampoco se agota en los citados, a los que se puede añadir, entre otros, La historia de Benny Goodman (The Benny Goodman Story, 1956), dirigida por un Valentine Davies que se había encargado dos años antes del guión de Música y lágrimas. O El ocaso de una estrella (Lady Sings the Blues, Sidney J. Furie, 1972), adaptación de las descarnadas memorias de Billie Holiday, a quien dio vida en pantalla Diana Ross.

Desde recreaciones históricas como la que ofrece la opulenta Cotton Club (Francis Ford Coppola, 1984), hasta ficciones protagonizadas por músicos tan logradas como Cuanto más, mejor (Mo’ Better Blues, Spike Lee, 1990) o Acordes y desacuerdos (Sweet and Lowdown, Woody Allen, 1999), el jazz ha sido una presencia permanente en el cine desde la llegada del sonoro. Y aunque nadie se ha atrevido todavía a realizar un biopic sobre Ornette Coleman, su música sonaba en la inquietante El almuerzo desnudo (The Naked Lunch, David Cronenberg, 1991). Eso sí, todavía queda mucho camino por recorrer hasta que el cine haga justicia al papel crucial de la comunidad afroamericana en la historia del género, porque se echan de menos más intérpretes negros por cada Michelle Pfeiffer que canta en Los fabulosos Baker Boys (The Fabulous Baker Boys, Steve Kloves, 1989) o por cada Paul Newman que toca el piano en Un día volveré (Paris Blues, Martin Ritt, 1961). Pero la industria del entretenimiento no se diferencia de los demás sectores de la sociedad de mercado capitalista, y esa batalla también parece perdida. Al menos, en 2016 podemos ver en pantalla a Don Cheadle interpretando a Miles Davis, y no a un blanco con la cara tiznada de betún. Algo es algo.